Aquel 18 de diciembre de 1980 el manto de la justicia fue benévolo y cubrió con su accionar el trágico suceso que ocurriera tiempo atrás en la zona sur de la ciudad de Rosario. Luego de una ejemplar investigación ordenada por el magistrado José María Peña y realizada por el comisario Manuel Curvelo, el juez de Crimen de la Cuarta Nominación, doctor Ramón Teodoro Ríos, dispuso las condenas a los acusados de cometer tan horrendo crimen. El oficial auxiliar Miguel Acevedo fue sentenciado con trece años de prisión y diez años de inhabilitación absoluta para ejercer cargos públicos. Se lo encontró responsable del cargo de torturas seguidas de muerte y falsedad ideológica en documentación pública. El agente Máximo Cándido Basualdo, fue encontrado cómplice necesario del delito de tormento y asesinato y cargó con la pena de doce años de prisión efectiva y diez de inhabilitación. El sub-comisario Miguel Ángel Suárez fue absuelto en la participación del tormento seguido de muerte, pero fue encontrado culpable de encubrimiento y adulteración ideológica de documento público, por lo cual le correspondió dos años de prisión y cuatro de inhabilitación. Otro de los culpables, el agente Manuel Olivera, se fugó en septiembre de 1979. Nunca más apareció, se lo tragó la tierra. El que se salvó fue el médico Frank Poenitz, involucrado en un falso informe y aparente cómplice de aquellos torturadores y asesinos, al cual no se le pudo comprobar ningún cargo en su contra.
La noche del 27 de octubre de 1977, Gumersinda Otero apuró el paso junto a una de sus hijas y desesperada ingresó al edificio que ocupaba la Comisaría 11ra. en la calle Lamadrid 210 bis. Tres sujetos habían secuestrado a su hija mayor y la señora reconoció a uno de ellos: “El Torito” Waldino Aguirre. El subcomisario Miguel Suárez tomó la denuncia y ordenó a los agentes Basualdo y Olivera que fueran tras los rastros del ex jugador auriazul, que pasaba sus días viviendo como un linyera y perdido en el vicio del alcohol. La señora Otero les señaló que Aguirre, compañero de copas de su marido, solía pernoctar en un precario rancho que se encontraba en Necochea al 4300. Hacía allí se dirigieron los dos agentes con doña Gumersinda y su hija, quienes se subieron a un taxi, ya que la comisaría no disponía de un patrullero. Encontraron al Torito, que en su insania etílica no ofreció resistencia y acompañó sin problemas a los dos policías. Bajaron del taxi, las mujeres se quedaron esperando. Olivera tomó de los pelos a Aguirre y lo introdujo violentamente al edificio de la seccional.
Lo primero que hicieron fue subir al máximo el volumen de la radio de la guardia. Había que tapar los gritos que seguro produciría el detenido. La paliza estaba planeada de antemano por los policías que encima estaban medios «copeteados» ya que antes habían disfrutado de un asado regado de abundante vino. A los empujones llevaron al Torito hacia la oficina de la guardia y comenzaron con una salvaje sesión de tortura. Una trompada tras otra, intentando que confesara el lugar donde se hallaba la piba secuestrada. Aguirre no sabía nada y por eso nada contestó. Varios golpes más, costillas rotas y el pecho magullado. Como no lograron la confesión que buscaban, los salvajes lo arrojaron al patio interno. El hacinamiento y las altas temperaturas hicieron que ya avanzada la noche, varios de los reclusos de la comisaria se encontraran durmiendo en aquel patio.
Algunos de los presos reconocieron al viejo ídolo y se acercaron para ayudarlo. Le hicieron llegar una frazada y un poco de agua. El Torito agradeció como pudo y ya resignado alcanzó a expresar con un hilo de voz: “Estoy jodido hermano. Estoy muy jodido”. Al rato regresó uno de los agentes, levantó a Aguirre y se lo llevó a la guardia. Nuevamente la tortura y los golpes, que esa vez fueron más violentos. Otra vez la impunidad. Más y más golpes. El hígado le estalla producto de las brutales patadas en la zona abdominal. El cuerpo inerte del Torito cayó seco contra el piso. Ya no pedía más piedad. Al ídolo de multitudes no le quedaron más fuerzas, no hubo tiempo para otra de sus gambetas. El partido terminó. Había muerto.
El viejo aparato telefónico del Hospital Roque Sáenz Peña repiqueteó un par de veces. El personal de la comisaria de barrio Saladillo requería la presencia de un profesional de la salud por un problema que presentaba uno de los presos. El doctor que envió el nosocomio municipal se aproximó a la delegación policial y constató lo que todos suponían. El detenido estaba fallecido. Sin embargo, el profesional se retiró sin firmar ningún documento, no avaló ningún tipo de certificado. Los asesinos no perdieron el tiempo y se comunicaron con el doctor Frank Poenitz, quien en esos momentos cumplía servicio en el departamento de Sanidad Policial de la Unidad Regional 2. La paliza se les fue de las manos y algo tenían que hacer. No iban a cargar con un muerto.
Rápidamente construyeron un informe donde dejaron constancia de que el detenido había fallecido por un paro cardíaco y que había ingresado a la comisaria con heridas producidas por una supuesta golpiza. Aparte indicaban que el medico policial Frank Michel Poenitz había revisado dos veces a la víctima. Días después el profesional primero corroboró en el interrogatorio lo que se podía leer en el documento falso, sin embargo, después reconoció su equivocación y le echó la culpa de toda aquella oscura confusión a un subordinado suyo de la Sanidad Policial. Raro. Muy raro.
Por la mañana llegó a la seccional el comisario Manuel Domingo Curvelo, autoridad máxima de la dependencia policial donde ocurriera horas antes el triste suceso. Sus subordinados le notificaron sobre lo sucedido y de inmediato Curvelo se comunicó con el por entonces fiscal José María Peña, para informarle sobre la muerte del Torito Aguirre, causada por un fallo cardíaco y la cual constaba en un informe médico. Para sorpresa del fiscal, Curvelo en persona se presentó minutos después en su oficina: “No se murió, lo mataron. El médico nunca fue”.
La situación era grave y ameritaba todo el accionar de la fiscalía de turno. Había que investigar lo sucedido. Los policías asesinos fueron notificados de la pronta llegada del fiscal, quien procuraba las declaraciones de todos los testigos posibles. Comenzaron a desesperarse y de inmediato empezaron los aprietes hacia los reclusos. «Ojo con lo que dicen, ustedes no vieron nada.» Los presos de la comisaría no hicieron caso de las amenazas y al momento de declarar ante el fiscal desembucharon todo lo que vieron, en especial dos reos que estaban limpiando las instalaciones de la seccional cuando ocurrió la tragedia. Ellos fueron los testigos claves, los que indicaron que: “Basualdo y Olivera estaban borrachos… Olivera lo tenía de los brazos, Acevedo le saltaba encima y Basualdo le pegaba con los pies y las manos”.
Tanta crueldad fue corroborada por el informe del médico forense Oscar Sánchez: “La muerte se produjo por hemorragia masiva debido a ruptura de hígado por traumatismo múltiple. El cuerpo presenta extensos hematomas en la región tóraco-abdominal y la deformación del tórax, dando la impresión de aplastamiento de la caja torácica” La golpiza fue tan violenta que el pecho del Torito mostraba las marcas del borceguí de uno de sus asesinos, convirtiendo al cadáver en un lienzo que retrató con lastimera crueldad la violencia inexplicable de aquellos años.
Las huellas de la brutalidad policial se incrustaron para siempre en el recuerdo auriazul del ángel caído. FIN

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